En cierta ocasión mi abuela Esther fue al pueblo donde vivía su hermana, Doña Julia, buscando saber algo de ella; se hizo acompañar por mi hermana y por mí. Hacía mucho tiempo que no la veía, pues ambas habían hecho sus vidas y gozaban de su ancianidad, sin embargo, mi abuela interpelada por nosotros emprendió la búsqueda. Yo que contaba solo con nueve o diez años no sabía ni el nombre del pueblo, ni del municipio; para mí todo era aventura; desde tomar el autobús hasta llegar no sé a qué lugar que hoy sigo sin saber cuál es; me atrevo a decir que mi memoria solo gurda un par de imágenes aisladas y una frase que aun sigo repitiendo de vez en cuando en la sobremesa cuando hacemos memoria de mi abuela, y creo que casi siempre que la digo es en presencia de mi hermana que también experimentó aquel viaje y aquella frase, esta nos dibuja sonrisa a ambos.
Llegamos a aquel pueblo de cuyo nombre no he podido acordarme, y le preguntamos a mi abuelita ¿oiga y, sabe donde vive? A lo cual ella respondió: No, pero ahorita preguntamos; acto seguido abordamos un taxi. Supuse que cuando mi abuela preguntara, preguntaría por una calle o algo así, pero no, su pregunta fue sobre una persona, que no era el nombre de su hermana, sino de alguien que las conocía a ambas pero que hace muchos años al igual que a su hermana, no había visto. Para no hacer el cuento largo la pregunta al taxista fue la siguiente: ¿Conoces a Pichirilo? y (él) dijo sí; y el taxista nos llevó a donde Pichirilo. Este momento y esta frase quedaron grabados en mi memoria dado que al retornar a nuestra casa, mi abuela lo contó en repetidas ocasiones.
Pichirilo era un hombre como cualquier otro (creo que también era taxista), sin embargo mi abuela (hasta este tiempo me doy cuenta) había guardado una conexión de esta persona con mi tía abuela, es decir doña Julia. El lugar, las ropas, las costumbres suelen cambiar pero las personas no. Pichirilo era la ruta segura para ubicar a su hermana.
Me he preguntado desde hace unas semanas por qué cuando alguien me ve me pregunta por mis mejores amigos, mi familia, mi padrino, mi parroquia, por qué no preguntarme otras cosas sino aquellas de las que saben que Yo las puedo enterar. Las personas somos la mejor ruta para encontrar a otras personas. Creo que mi abuela lo tenía claro.
Hoy me encuentro lejos de mi tierra, entre la gente con la que me encuentro hay dominicanos, brasileños, franceses, colombianos, salvadoreños, guatemaltecos, etc. y todos absolutamente todos me llevan a la misma persona, todos católicos, todos me dan referencias de Cristo y yo también doy referencias de Él. Al Igual que Pichirilo cada uno nos hemos convertido en ruta hacia alguien, en este caso hacia Dios. Hoy resuena, con gran fuerza, en mi interior aquella frase del Señor que dice: ¿Cuándo lo hiciste con el más insignificante conmigo lo hiciste?
Hay muchos caminos para seguir a Jesús, muchas maneras de sentir su amor, pero para dar amor, acercarnos al amor; tal como lo hizo mi abuela con su hermana (que para entonces la triste noticia es que ya había fallecido), solo lo podemos hacer a través de nuestro prójimo. El hombre es aquel que nos puede hacer llegar al hombre y, amar al hombre es amar al Señor.
A menudo los hombres y las mujeres que poseen el don de la paternidad, buscan salvar su familia de su propio cónyuge, buscan encontrarse y amar a sus hijos desposeyéndoles de su padre o su madre según sea el caso, sin saber que es a través del amor que se profesan el uno al otro es como pueden encontrarse con sus hijos. Jamás el descartar al mismo hombre nos llevara a encontrarnos con la humanidad, jamás el cerrarnos a los demás nos ayudará a encontrar la felicidad.
Cuando el taxista nos llevo a donde Pichirilo, no podía contener mi asombro, cuando me abro a mis hermanos tampoco puedo contener el asombro al encontrarme con Jesucristo.