miércoles, 30 de noviembre de 2016

La familia construye el Santuario de Dios

Al hablar de la familia como constructora del Santuario de Dios, nos viene inmediatamente a la mente nuestra propia familia. Sin duda cada una de nuestras familias es pieza clave en la construcción de la sociedad, por lo que «el bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia»[1]. Si en nuestras familias, por ejemplo, se enseñan valores (cristianos) es muy probable que el mundo y la Iglesia se vean enriquecidos sin medida por cada miembro de nuestro núcleo familiar; sin embargo, por el contrario, por cada familia que promueva un anti-valor o vicio se crea un malestar en cadena, pues siempre será más fácil destruir que construir.

Pongamos un ejemplo: Si el padre o madre de familia se empeña por enseñar el valor de la honestidad a su hijo y le habla sobre este tema constantemente logrará que su hijo haya aprendido el valor, sin embargo, si este mismo padre o madre de familia actuara corruptamente frente a sus hijos en alguna ocasión echará a perder todo lo que con esfuerzo ha logrado en la educación del muchacho por el mal ejemplo que le dio. Incluso existe un dicho popular que reza así: Las palabras convencen pero el ejemplo arrastra.

Viene a mi memoria que hace algunos años aquí en México comenzaron a incluir en las cartillas de vacunación de los niños (que se reparten en las escuelas) la educación sexual, incluso ahora recientemente también en los libros de texto de las primarias. Las cartillas presentaban una hoja que al firmarla los padres autorizaban la formación sexual de los niños y adolescentes, y parecía bien, sin embargo encontrábamos niños de 13 ó 14 años que recibían preservativos a esta edad por motivo de prevención y educación sexual. Esto puso en juego el valor de la vida considerando a la persona aun no nacida como un desecho y descartándola por completo. También sucedió con los libros de texto al descartar la familia natural y proponer y promover otros estilos de vida y de relación con personas del mismo sexo llamándolas familias. Sin embargo esto no va con la naturaleza ni con el plan original de Dios.

«La familia es sin duda alguna el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social»[2]; por lo que debe ser cuidada de la mejor y mayor manera posible. Este lugar familiar va construyendo a cada persona con paciencia, responsabilidad y afectividad. Por lo que la podemos nombrar como un verdadero santuario de la vida física, afectiva y social del hombre. En este santuario se guardan los tesoros más preciosos para cada persona: su origen, su historia. Sin embargo la palabra santuario nos habla de construcción por lo que la familia puede ser algo bien edificado o algo mal edificado.

Una familia bien edificada se convierte en baluarte y refugio de toda experiencia negativa, pero no como escondite sino como fortaleza. Cada persona en su entorno familiar es solamente él y no puede actuar o  aparentar cosas que en sí mismo no es, pues los hermanos y los padres le ubicarán inmediatamente. Por tal motivo cada uno debe aprender a ser una roca firme donde el otro pueda reposar y levantarse. Todos los miembros del grupo familiar forman parte de este gran santuario. Sin olvidar los orígenes, «pues la ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra sociedad…no se puede educar sin memoria»[3], cada uno debe aportar lo mejor para crecer juntos y fortalecer así semejante edificación.

Dentro de este bello santuario no podemos olvidar que hay una roca firme e inamovible que hizo posible el santuario familiar: Dios nuestro Señor. Ya en la Santísima Trinidad nos encontramos con el modelo familiar pues en Dios todo es relación de amor entre las tres divinas personas; por tal motivo es indispensable que a Dios se le dé el lugar apropiado y que le corresponde. Jesús es realmente la piedra angular de la Iglesia, así que la familia por ser iglesia doméstica debe ponerlo en el centro de todo movimiento y cimiento familiar.

Recodemos que Dios Padre ha irrumpido en la historia del hombre al enviar a su Hijo, el Emmanuel (Dios-con-nosotros), por lo que «la encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo»[4]. Próximos a celebrar el misterio y recuerdo de la navidad del Señor, pudiéramos preguntarnos con humildad: ¿Qué lugar ocupa Dios en nuestra vida familiar?

Tanto José el carpintero como la virgen María de Nazaret, son personas que crecieron en una familia, y su formación familiar les ayudó a tomar las mejores decisiones para su vida. Ellos ya estaban desposados (algo así como casados por lo civil) y tenían que esperar un tiempo para la boda religiosa. El relato evangélico, por una parte, dice de José que era un varón justo, entendiendo así con esto que seguía la ley de Dios y que buscaba la verdad, mientras que los evangelios dicen de María que era una doncella llena de gracia (sin culpa ni pecado).

José y María son hombres que tienen en el centro de sus vidas a Dios; esto les hace tomar las mejores decisiones, caminar en el respeto y la fieldad desde antes de casarse, en el nacimiento de Jesús (que ya conocemos todos) hasta la manera de vivir en familia. Por eso «la alianza de amor y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret, ilumina el principio que da forma a cada familia, y la hace capaz de afrontar mejor las vicisitudes de la vida y de la historia. Sobre esta base, cada familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo. “Lección de vida doméstica»[5].

La formación de Jesús fue gestada en la familia teniendo a Dios como centro de todo, es posible también que nosotros a ejemplo de la familia de Nazaret dejemos que Dios sea el centro de nuestro santuario familiar.
Nuestras familias al tener en el centro a Dios construyen también la Iglesia: Templo de Dios. La Iglesia se presenta como la gran familia donde todos tienen cabida; se presenta como fortaleza y custodia de los valores fundamentales del hombre y de la sociedad. Esta Gran Familia tiene sus células en cada familia cristiana, y estas como verdaderas iglesias domésticas buscan ser guiados por Dios a través de todos los valores cristianos. Solo guiados por ellos podrán ser verdaderas piedras vivas que construyan el gran Santuario de Dios: donde Él mora y vive.

Si en nuestra familia Dios no ocupa el centro de nuestra vida familiar, ¿qué es realmente lo que hemos puesto en el centro? Muchas veces en el centro hemos puesto nuestras propias maneras y criterios de pensar que se presentan como importantes soluciones pero que terminan por ser posturas egoístas y soberbias. Es por eso que solamente poniendo a Dios en el centro podemos tener verdaderamente un rumbo por el cual podemos caminar como familia con entera libertad y respetando a los otros miembros de nuestro santuario familiar. De lo contrario seguiremos siempre esclavizando a nuestros seres queridos a nuestras propias ideas. Si realmente tenemos amor para los demás jamás podremos encaminarlos hacia nosotros mismos como su centro o hacia nuestras falsas y efímeras fortalezas de arena; pues «el amor nunca condiciona; si es verdadero amor, antes libera»[6].

Dios en el centro de nuestra familia y nuestro hogar es libertad y justicia, amor y perdón, esperanza y pasión, vida y aventura, gozo y consuelo, camino y meta, proyecto y construcción de nuestra propia vida familiar y de la nuestra propia Iglesia. Busquemos colocar a Jesús en el centro como piedra que sostenga nuestros esfuerzos y trabajos por construir una mejor vida para nosotros mismos y para nuestros seres más cercanos y amados, hasta que sintamos que entrar a nuestra familia es entrar al mismísimo Santuario donde mora nuestro buen Dios.




[1] Francisco, Amoris Laetitia 31.
[2] Familia, matrimonio y uniones de hecho,  Pontificio Consejo para la familia. 2000.
[3] Francisco, Amoris Laetitia 193.
[4] Francisco, Amoris Laetitia 65.
[5] Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964; en Amoris Laetitia 66.
[6] J. Bucay – D. Bucay, El difícil vínculo entre padres e hijos, p. 51.