domingo, 9 de octubre de 2016

Gritar desde el fango

Cuando la gente me dice que le incomoda confesarse, por mi cabeza siempre pasa un «a mi también», pues ciertamente exponer lo que sabemos que no está bien en nuestra vida y de nuestra persona siempre causará un duro conflicto. Sin embargo lo hago cada vez que lo necesito, me venzo a mí mismo y expongo, muchas de las veces entre lágrimas, aquello que yo no he podido vencer, en lo que he fallado y por supuesto el daño que con mis acciones e causado.

A menudo el hombre se mete en conflictos con sus acciones que muchas veces son devastadoras tanto para sí mismo como para sus familiares y amigos. Bajo la bandera de un «yo solo puedo con esto, no necesito tu ayuda», camina hacia el despeñadero, hacia el abismo lacerante de la cegadora soledad, donde no hay salida y donde no encontramos calor para nuestro invierno que ha enfriado toda lucha y toda esperanza por vivir. Pienso, por ejemplo, en el joven que se adentra en el mundo de la drogadicción y el alcoholismo sepultando cada vez más su vida familiar y social; también vienen a mi memoria los padres de familia y los consagrados y consagradas que presos de su vida laboral, doméstica o pastoral, agonizan a toda forma de vida esponsalicia y comunitaria, pues sumidos cada vez más en el activismo han dejado de ver a Aquel a quien dedicaron su vida entera.

Es desde este callejón sin salida y desde el fango de nuestro egoísmo y orgullo desde donde surge el grito de auxilio y desde donde se clama la compasión (entendida como un ‘padece junto conmigo’). San Lucas en su evangelio nos regala una clave de salvación para este tipo de casos (Cfr. Lc 17,11-19). Jesús aparece caminando entre Samaria y Galilea cuando, le salen al encuentro diez leprosos los cuales le gritan desde lejos: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros».

Debemos recordar que el hombre que padecía la lepra en tiempos de Jesús era ante todo un marginado de la sociedad; pues por el problema de su enfermedad se le tenía ubicado como un maldito. Ante una enfermedad como la lepra solo se podía suponer que él o algún familiar suyo habían pecado gravemente y le había venido por ello ese sufrimiento y maldición. Más aun para aquel entonces la lepra era una enfermedad incurable, por lo que el que la padecía perdía toda esperanza de volver a convivir (vivir-junto-con) sus familiares y amigos, inclusive hasta con su pueblo pues tenía que ser desterrado de entre los suyos y ser arrojado a la foranía y el abandono. No solo se padecía el dolor de la enfermedad sino también de la soledad al convertirse en un exiliado por siempre.

El grito de los leprosos pudiera representarnos en el hoy a muchos que, como ya había mencionado arriba, sufren en el silencio, pues su malestar es tanto que pueden reflejarlo en la vida ordinaria. El grito se convierte así en la llamada de auxilio cuando se sabe que todo está perdido, por ejemplo el buen ladrón que le dice a Jesús ya en sus últimos minutos de vida «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc 23,42); o el enfermo que agoniza en su lecho de muerte repitiendo la ‘oración del corazón’ Jesús, Hijo de Dios ten compasión de mi; también representa aquellos que no encuentran salida presos de tantos problemas sociales, económicos, entre otros.
Es aquí después del grito de súplica donde sucede el milagro. Jesús manda a los leprosos a presentarse ante los sacerdotes para que conste su curación, pero también para reintegrarlos en la  vida del pueblo y de sus familias. Jesús no da un remedio pasajero para evitar algún malestar, sino que sana integralmente. Es evidente que quien ha cometido pecado se ha apartado del amor de Dios y de su prójimo; alejarse le provoca también un sufrimiento aunque la ofensa haya sido algo pequeño. Por eso no somos realmente felices solo por dejar pasar la ofensa sino por la comunión con Dios y con el prójimo. El padre de la parábola del hijo pródigo (Cfr. Lc 15) busca al Igual que Jesús en este pasaje  reintegra en la comunión a sus hijos así como Jesús reintegra a los leprosos con su pueblo y familia.

La familia siempre representa protección para cualquiera, aunque existan muchos problemas en ella. O por ejemplo nos sentimos seguros cuando estamos extraviados y de repente reconocemos alguna pista de la ruta para llegar a nuestro destino, solemos decir ‘esto nos resulta familiar’, pero sin embargo encontramos que en el fondo surge en nuestro interior la confianza porque el lugar o el acontecimiento es común, pues ya antes habíamos estado en comunión. Los amigos que se distancian pueden perdonarse y ser felices pero son plenamente dichosos cuando saben que otra vez gozan de esa comunión. Por lo que el milagro de Jesús a los leprosos no solo fue la curación de su enfermedad, sino que se trataba más de la reintegración a un mundo, aun pueblo y a una familia en la que seguramente se sentía refugiados y salvados y con la que ansiaban volver a convivir.

Solo que el que se sabe perdido y sin fuerza para salir de su problema sabe agradecer. Sabe que la salvación no bien de sí mismo. El hombre que desde el génesis había caído no había podido reincorporarse a la comunión con el mismo hombre, ni con el mundo y por supuesto tampoco con Dios; tenía que venir el Hijo de Dios a tenderle la mano, sin embargo no lo hace sin la colaboración de la humanidad misma, pues tuvo que asumir la humana naturaleza para poder salvarnos. También en el pasaje evangélico de los diez leprosos hay una acción de parte de Jesús que les salva, pero no sin antes escuchar que los mismos leprosos gritan pidiendo a Jesús su compasión. Para la salvación es necesaria también la voluntad humana, o mejor dicho para la comunión con Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos (sacrificio por nosotros) y el banquete servido (prenda de la gloria futura), es necesario que también nosotros tengamos la libertad y la voluntad de encontrarnos con Él. Es decir el deseo de dejar nuestra esclavitud para gustar la libertad que Él nos dio. Aquí es donde el hombre de fe, de confianza en Dios, no puede más que sentirse agradecido por lo obrado en él mismo; es decir que ha pasado de la maldición a la bendición. De la soledad a la comunión, del destierro a la tierra prometida donde viven en comunión los hijos de Dios.

Pero este solo es el caso del leproso que además de leproso era samaritano. Mientras que los demás al contrario de regresar a dar gracias a Jesús vuelven al pueblo ciertamente porque han aceptado el milagro y volverán a sus mismas costumbres; por ejemplo todos aquellos que recurren a Dios gritando auxilio y una vez que han sido auxiliados y compadecidos, vuelven otra vez a sus costumbres, el milagro no les ha cambiado en nada su vida, o tal vez no gustan de vivir la novedad que le trae esta nueva condición. Sin embargo, el que se sabe curado y es hombre de fe, no se queda solo en el evento o se aprovecha de él, sino que vive agradecido. En el caso del Segundo Libro de los Reyes, donde Naamán es curado por Eliseo, Naamán pide unos sacos de tierra para construir un altar y adorar al Dios de Israel en la tierra donde él vive. Naamán se ha quedado en lo fantástico del milagro e incluso pudiéramos decir que para él Dios solo puede actuar bajo diversas circunstancias, concibiendo que Dios es algo lejano a él, pues es un Dios extranjero. Pienso por ejemplo en todos aquellos que han presenciado algún milagro o salido de algún problema o simplemente han encontrado la paz en un cierto retiro espiritual o con alguna oración que se ha rezado y se han cerrado a ver la grandeza de Dios que abre de una manera multiforme su gracia para ser cogida por todos.

Solo los que saben reconocer a Dios en cada milagro cotidiano y gritan desde el fondo de su corazón implorando la salvación de Dios aprenderán a reconocer en medio de la dificultad cotidiana la multiforme gracia de Dios y la superabundante derrama de sus dones y gracias.


Es tarea de todos reconocer nuestros errores, problemas y miserias para que con una voz llena de confianza gritemos al Dios que nos fortalece que nos otorgue su gracia y su perdón. Gritarle que se compadezca de nosotros limpiándonos de la lepra que nos impide el encuentro de amor y comunión con nuestro prójimo, con el mundo y con Dios.