Cuando la gente
me dice que le incomoda confesarse, por mi cabeza siempre pasa un «a mi también», pues ciertamente exponer
lo que sabemos que no está bien en nuestra vida y de nuestra persona siempre
causará un duro conflicto. Sin embargo lo hago cada vez que lo necesito, me
venzo a mí mismo y expongo, muchas de las veces entre lágrimas, aquello que yo
no he podido vencer, en lo que he fallado y por supuesto el daño que con mis
acciones e causado.
A menudo el
hombre se mete en conflictos con sus acciones que muchas veces son devastadoras
tanto para sí mismo como para sus familiares y amigos. Bajo la bandera de un «yo solo puedo con esto, no necesito tu ayuda»,
camina hacia el despeñadero, hacia el abismo lacerante de la cegadora soledad,
donde no hay salida y donde no encontramos calor para nuestro invierno que ha
enfriado toda lucha y toda esperanza por vivir. Pienso, por ejemplo, en el
joven que se adentra en el mundo de la drogadicción y el alcoholismo sepultando
cada vez más su vida familiar y social; también vienen a mi memoria los padres
de familia y los consagrados y consagradas que presos de su vida laboral,
doméstica o pastoral, agonizan a toda forma de vida esponsalicia y comunitaria,
pues sumidos cada vez más en el activismo han dejado de ver a Aquel a quien
dedicaron su vida entera.
Es desde este callejón
sin salida y desde el fango de nuestro egoísmo y orgullo desde donde surge el
grito de auxilio y desde donde se clama la compasión (entendida como un ‘padece junto conmigo’). San Lucas en su
evangelio nos regala una clave de salvación para este tipo de casos (Cfr. Lc
17,11-19). Jesús aparece caminando entre Samaria y Galilea cuando, le salen al
encuentro diez leprosos los cuales le gritan desde lejos: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros».
Debemos recordar
que el hombre que padecía la lepra en tiempos de Jesús era ante todo un
marginado de la sociedad; pues por el problema de su enfermedad se le tenía
ubicado como un maldito. Ante una enfermedad como la lepra solo se podía suponer
que él o algún familiar suyo habían pecado gravemente y le había venido por
ello ese sufrimiento y maldición. Más aun para aquel entonces la lepra era una
enfermedad incurable, por lo que el que la padecía perdía toda esperanza de
volver a convivir (vivir-junto-con)
sus familiares y amigos, inclusive hasta con su pueblo pues tenía que ser
desterrado de entre los suyos y ser arrojado a la foranía y el abandono. No solo
se padecía el dolor de la enfermedad sino también de la soledad al convertirse
en un exiliado por siempre.
El grito de los
leprosos pudiera representarnos en el hoy a muchos que, como ya había
mencionado arriba, sufren en el silencio, pues su malestar es tanto que pueden
reflejarlo en la vida ordinaria. El grito se convierte así en la llamada de
auxilio cuando se sabe que todo está perdido, por ejemplo el buen ladrón que le
dice a Jesús ya en sus últimos minutos de vida «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc 23,42); o el
enfermo que agoniza en su lecho de muerte repitiendo la ‘oración del corazón’ Jesús, Hijo de Dios ten compasión de mi;
también representa aquellos que no encuentran salida presos de tantos problemas
sociales, económicos, entre otros.
Es aquí después del
grito de súplica donde sucede el milagro. Jesús manda a los leprosos a presentarse
ante los sacerdotes para que conste su curación, pero también para reintegrarlos
en la vida del pueblo y de sus familias.
Jesús no da un remedio pasajero para evitar algún malestar, sino que sana
integralmente. Es evidente que quien ha cometido pecado se ha apartado del amor
de Dios y de su prójimo; alejarse le provoca también un sufrimiento aunque la
ofensa haya sido algo pequeño. Por eso no somos realmente felices solo por
dejar pasar la ofensa sino por la comunión con Dios y con el prójimo. El padre
de la parábola del hijo pródigo (Cfr. Lc 15) busca al Igual que Jesús en este
pasaje reintegra en la comunión a sus
hijos así como Jesús reintegra a los leprosos con su pueblo y familia.
La familia
siempre representa protección para cualquiera, aunque existan muchos problemas
en ella. O por ejemplo nos sentimos seguros cuando estamos extraviados y de
repente reconocemos alguna pista de la ruta para llegar a nuestro destino,
solemos decir ‘esto nos resulta familiar’,
pero sin embargo encontramos que en el fondo surge en nuestro interior la
confianza porque el lugar o el acontecimiento es común, pues ya antes habíamos
estado en comunión. Los amigos que se distancian pueden perdonarse y ser felices
pero son plenamente dichosos cuando saben que otra vez gozan de esa comunión. Por
lo que el milagro de Jesús a los leprosos no solo fue la curación de su enfermedad,
sino que se trataba más de la reintegración a un mundo, aun pueblo y a una
familia en la que seguramente se sentía refugiados y salvados y con la que ansiaban
volver a convivir.
Solo que el que
se sabe perdido y sin fuerza para salir de su problema sabe agradecer. Sabe que
la salvación no bien de sí mismo. El hombre que desde el génesis había caído no
había podido reincorporarse a la comunión con el mismo hombre, ni con el mundo
y por supuesto tampoco con Dios; tenía que venir el Hijo de Dios a tenderle la
mano, sin embargo no lo hace sin la colaboración de la humanidad misma, pues
tuvo que asumir la humana naturaleza para poder salvarnos. También en el pasaje
evangélico de los diez leprosos hay una acción de parte de Jesús que les salva,
pero no sin antes escuchar que los mismos leprosos gritan pidiendo a Jesús su compasión.
Para la salvación es necesaria también la voluntad humana, o mejor dicho para
la comunión con Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos (sacrificio
por nosotros) y el banquete servido (prenda de la gloria futura), es necesario
que también nosotros tengamos la libertad y la voluntad de encontrarnos con Él.
Es decir el deseo de dejar nuestra esclavitud para gustar la libertad que Él
nos dio. Aquí es donde el hombre de fe, de confianza en Dios, no puede más que
sentirse agradecido por lo obrado en él mismo; es decir que ha pasado de la
maldición a la bendición. De la soledad a la comunión, del destierro a la
tierra prometida donde viven en comunión los hijos de Dios.
Pero este solo
es el caso del leproso que además de leproso era samaritano. Mientras que los
demás al contrario de regresar a dar gracias a Jesús vuelven al pueblo ciertamente
porque han aceptado el milagro y volverán a sus mismas costumbres; por ejemplo
todos aquellos que recurren a Dios gritando auxilio y una vez que han sido
auxiliados y compadecidos, vuelven otra vez a sus costumbres, el milagro no les
ha cambiado en nada su vida, o tal vez no gustan de vivir la novedad que le
trae esta nueva condición. Sin embargo, el que se sabe curado y es hombre de
fe, no se queda solo en el evento o se aprovecha de él, sino que vive
agradecido. En el caso del Segundo Libro de los Reyes, donde Naamán es curado
por Eliseo, Naamán pide unos sacos de tierra para construir un altar y adorar al
Dios de Israel en la tierra donde él vive. Naamán se ha quedado en lo
fantástico del milagro e incluso pudiéramos decir que para él Dios solo puede actuar
bajo diversas circunstancias, concibiendo que Dios es algo lejano a él, pues es
un Dios extranjero. Pienso por ejemplo en todos aquellos que han presenciado
algún milagro o salido de algún problema o simplemente han encontrado la paz en
un cierto retiro espiritual o con alguna oración que se ha rezado y se han
cerrado a ver la grandeza de Dios que abre de una manera multiforme su gracia
para ser cogida por todos.
Solo los que
saben reconocer a Dios en cada milagro cotidiano y gritan desde el fondo de su
corazón implorando la salvación de Dios aprenderán a reconocer en medio de la
dificultad cotidiana la multiforme gracia de Dios y la superabundante derrama
de sus dones y gracias.
Es tarea de
todos reconocer nuestros errores, problemas y miserias para que con una voz
llena de confianza gritemos al Dios que nos fortalece que nos otorgue su gracia
y su perdón. Gritarle que se compadezca de nosotros limpiándonos de la lepra
que nos impide el encuentro de amor y comunión con nuestro prójimo, con el
mundo y con Dios.
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