El pasado fin de semana se celebró en Monterrey el
Congreso Eucarístico Nacional (CEN), al cual asistieron gran cantidad de
personas de todo México. Durante el mismo se reflexionó sobre este gran
misterio central de nuestra fe: la Eucaristía. La Eucaristía toca todos los
aspectos de la vida de las personas; familia, alegría, celebración, gozos,
misterio entre otros.
Ya desde hace un tiempo me ha llamado la atención
cuando se le denomina a la misma «pan de
fraternidad». Si bien la celebración eucarística es el encuentro profundo
del cristiano con Cristo, también lo es para los cristianos entre sí. He tenido
la oportunidad de participar, en diferentes ocasiones, en muchas celebraciones
eucarísticas multitudinarias a las que asisten personas de muchas partes del
mundo. En ellas todos somos extraños unos con otros pero también todos somos
cercanos en el sacramento y la fe.
La eucaristía a diferencia de otros cultos de
iglesias cristianas no-católicas es una acción netamente comunitaria. En ella
se actualiza la nueva alianza sellada con la sangre y el cuerpo de Cristo; de
esta participamos cada uno con sus propias alegrías, tristezas y esperanzas
pero siempre en comunión con el otro. En ella Cristo muere por todos y nos
llama a ser pueblo suyo. Nos llama a estar
y ser con Él en el otro. El que
asiste a la eucaristía dominical, por ejemplo, sabe que se encontrará con
Cristo, su Señor, pero también tiene por seguro que se encontrará con los
hermanos, con la comunidad. Todos comerán del mismo pan como quien se sienta a
la mesa de familia, por eso podemos decir que la eucaristía no es solo el
alimento personal para el cuerpo y el alma del cristiano, sino que esta se
convierte en el alimento comunitario y familiar. En la eucaristía todos somos
familia, todos somos hermanos, todos comemos un mismo pan.
Sin embargo la eucaristía no se reduce solo a un
punto o momento concreto de nuestra participación en la celebración, sino que
ella se extiende a la misma asamblea reunida, a la Iglesia terrestre y celeste.
Cabe resaltar que desde antiguo, pensar la Iglesia era pensarla unida al ámbito
sacramental, pues tanto Eucaristía e Iglesia recibían el título de «cuerpo de Cristo».
La eucaristía, por tanto, nos hace vivir en la «communio sanctorum» (comunión de los
santos), nos lleva a invocar a los que ya gozan de la fiesta sin fin, a pedir
por los difuntos, a fraternizar con los que asistieron e incluso con los que se
quedaron en casa. La eucaristía nos impulsa a salir de nosotros mismos, a ir en
busca de nuestros hermanos y llevarles el pan que comulgamos a través de la
fraternidad. La sacramentalidad de la
comunión con Cristo nos lleva a la fraternidad
con el prójimo.
Una verdadera participación eucarística conlleva,
para nosotros, comulgar del pan
sacramental y del pan de fraternidad.
El que ha participado de la eucaristía busca comulgar a su hermano, entrar en
comunión con él, pues al entrar en comunión con los hermanos inmediatamente
entra en comunión con Cristo y con su Iglesia. El que ha comulgado no puede
olvidarse de la fraternidad, pues en la fraternidad encuentra realizado lo que
en el altar ha comulgado. Cristo pone siempre en nuestras manos el pan de
fraternidad. Comulgar al hermano es hacer
Iglesia, es ser Iglesia. El que
participa de la celebración eucarística y comulga ya sea sacramentalmente o
espiritualmente hace posible la fraternidad
sacramental, pues para Dios todos somos hijos, todos hermanos. Por tanto ricos
o pobres, pequeños o grandes, solteros, casados o divorciados, todos estamos
llamados, al comulgar ya sea sacramental o espiritualmente, a llevar la fuerza sacramental de la comunión fraternal.
Nuestra fraternidad es signo de Cristo que se hace
cercano a los alejados, nuestra fraternidad es sacramento de unidad, pues en la
Iglesia todos comemos de un mismo pan, todos comemos de un mismo Cristo, así
como todos nos nutrimos del pan que da la vida, también todos nos nutrimos del pan de fraternidad. Comulgar a Cristo es
comulgar al hermano.
FRATERNIDAD |
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