Las veces que me he encontrado en
la cima de la montaña, he experimentado esa sensación de confort, de relax, de
emoción, de satisfacción; el contemplar el horizonte por debajo de mi, esto crea
un sentimiento de encuentro conmigo mismo, pues los rumores se escasean dejando
paso a la voz de mi propia conciencia que me interpela y que se regocija por el
mismo encuentro; pero también, estar en la cima crea una especie de seguridad y
un ligero olvido del camino.
En la simbología bíblica el monte
es señal de encuentro con Dios, este lugar es donde se llama a para una tarea
específica, es donde se toman las grandes decisiones, es donde se transfigura
Jesús, pero es también en donde él muere. San Lucas en el capítulo 9 describe
la decisión de Jesús por subir a Jerusalén, tal vez poco entendida por sus
discípulos; el gesto que describe Lucas para representar la firme determinación de encaminarse a Jerusalén, donde mueren los
profetas, es plasmado como endurecer el rostro.
Solo desde esta acción del Señor
podemos darnos cuenta que llegar a la cumbre siempre lleva consigo el dolor, el
abandono, la incomprensión, en una palabra “la cruz”. El Jesucristo glorioso no
podía ser glorioso si no hubiera experimentado el camino. Al igual todos los
que en alguna ocasión hemos alcanzado alguna cumbre (terminar la escuela, algún
proyecto, alcanzar algún puesto en el trabajo, llegar a la meta en una carrera,
etc.); por más pequeña que esta sea, siempre hemos tenido que experimentar esa
decisión y ese camino para llegar a ella. Sin embargo aun con lo anterior, el
hombre, una vez que se encuentra en la cumbre de la montaña y que ha adquirido
otra visión de la realidad, suele olvidarse, a cierto tiempo, del trabajo que
le costó poderse encontrar en la posición de la que ahora goza, y con esto
finalmente termina por también olvidarse el camino.
Hay que recordar que después de la venida del Espíritu Santo el
día de pentecostés los apóstoles no tardaron en seguir el camino del Señor
Jesús, comenzando por la predicación, los gestos, la caridad y finalmente convirtiéndose
en testigos de él con el martirio. Solo hay un camino y este es el mismo Jesús,
según el mismo nos lo ha dicho “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es aquí
cuando nos queda claro que el camino no es un mero encumbramiento donde solo
habita el ego, sino que
el camino es el servir a los demás, el ser otro Cristo para el hermano como lo
expresa el evangelio lucano: “…al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces
se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso
sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo…” (10,33s) El samaritano que iba de camino se
detuvo a encontrarse con el otro-prójimo sin importar la condición, esta es la
acción cristiana, este es el camino y esta es la cumbre, estos los ojos de la
fe que ven con claridad por donde se tiene que caminar. Solo con estos gestos y
con esta visión una vez en la cumbre no se olvida el camino, sino que se hace
vida. El camino a ser otro Cristo es vivir como él.
El mismo Cristo que lo expresa a sus discípulos al hablarles
sobre la actitud hacia el hermano, “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con
el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40). Solo el portarse
como verdadero Cristo para el otro, es lo que nos ayudara a llegar a la verdadera
cumbre: la vida en Cristo. El camino de la Fe que celebraremos en este año,
debe llevarnos a encumbrarnos en Cristo, dando razón de la Fe que profesamos y
que esta Fe nos lleve a nuestros hermanos siendo Cristo para ellos.
No hay camino más digno y feliz que el que tiende a elevarnos.
ResponderEliminarentons... caminemos...
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