Falta un mes para la
Solemnidad de Pentecostés; en esta celebramos la venida del Espíritu Santo a
los apóstoles y en cierto modo recordamos y renovamos los sacramentos del
Bautismo y la Confirmación que nos introdujeron a la Iglesia de Cristo. A
propósito de esto quiero compartirles un comentario al siguiente texto de
Concilio Vaticano II que he reflexionado durante el Año de la Fe.
Cuando el Hijo terminó la
obra que el Padre le encargó realizar en la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado
el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la
Iglesia y de esta manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo
en el mismo Espíritu (cf. Ef 2,1-8). Él es el Espíritu de vida, la fuente de
agua que mana para la vida eterna (cf. Jn 10,4.14; 7,38.39). Por Él, el Padre
da la vida a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo
sus cuerpos mortales (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en
los corazones de los creyentes como en un templo (cf. 1Cor 3,16; 6,19), ora en
ellos y da testimonio de que son hijos adoptivos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26).
El conduce la Iglesia a la verdad total (cf. Jn 16,13), la une en la comunión y
el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y
carismáticos y la adorna con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22).
Con la fuerza del Evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva
sin cesar y la lleva a la unión perfecta con su Esposo. En efecto, el Espíritu
y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17). Así toda la Iglesia
aparece como el «pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo». (Lumen Gentium 4)
El Espíritu que actuó en la creación y que da vida al hombre es el mismo que actúa hoy sosteniéndole la existencia a la creación entera, en especial al ser humano, en el cual Él inhabita. El Espíritu que acompañó al pueblo de Israel en su historia es el mismo que acompaña a la Iglesia primitiva y la actual. El mismo que bajó en Pentecostés con lenguas de fuego es el mismo que sopló en el Concilio Vaticano II; el mismo que actuó en los profetas, jueces y reyes es el mismo que actúa hoy en los jerarcas de la Iglesia. Este es el único Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo y que con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y la misma gloria como lo decimos en el Credo. Este es el Espíritu Santo que es guía y santificador de la Iglesia.
La acción santificadora del Espíritu Santo que se realiza de una manera ordinaria en los sacramentos, mueve a la Iglesia ha también ser santificadora en virtud de que el Espíritu Santo habita en ella misma, como el alma en el cuerpo. El Ruah que encontramos en el Antiguo Testamento, que conecta espíritu y vida, es el Espíritu que hoy actúa como fuerza vivificadora en el hombre y, que por medio de los sacramentos lo unge, agracia y capacita para vivir como hijo de Dios en el Hijo, es decir en el misterio pascual. El Espíritu Santo inserta en la comunidad al que ha sido regenerado con el Baño Bautismal, el mismo que resucitó a Jesús y vivifica al hombre, le da nueva vida al que está muerto por el pecado. Si la Iglesia es la comunidad de los bautizados, de los fieles en Cristo y de los hombres de buena voluntad, es el Espíritu el que inhabita en cada uno de ellos, los hace participes de la Iglesia de Cristo; la una, santa, católica y apostólica. «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los creyentes como en un templo» (LG4).
Sin duda sabemos que el Concilio Ecuménico Vaticano II, es para la Iglesia desde hace 50 años una irrupción continua del Espíritu Santo con la cual la misma Iglesia se ha auto-examinado, y se ha replanteado su respuesta al Señor y su misión. Los mismos debates y cuestiones discutidas en las comisiones y aulas durante la celebración del concilio, que tuvieron como fin los documentos que hoy conocemos, son los vivos testimonios que el Espíritu Santo jamás se apartó y jamás se apartará de la Iglesia pues como brisa suave o viento impetuoso sigue conduciendo la barca de la Iglesia. Y ante el desafío de la Iglesia de ir a todos los pueblos y anunciar la buena nueva de Jesucristo se presenta como el garante de la obra total. Pues el Espíritu Santo no sólo es motor de la relación comunional trinitaria, sino que también hace posible la comunión de la Iglesia con Cristo, su cabeza.
La santificación de la Iglesia es obra de Dios, los pastores y jerarcas de la Iglesia no son los simples gerentes de la Iglesia-Institución sino que formando parte del mismo cuerpo son consagrados por el Espíritu y necesarios para llevar la obra realizada por Cristo, pues el servicio que prestan a la Iglesia se da en virtud del mismo Espíritu Santo que los asiste en cada acción sagrada y en la conducción del rebaño de Dios. Ellos son a los que el Señor les dijo «reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,21). Por eso mismo ellos son los que disciernen la autenticidad de los dones y carismas de los miembros de la Iglesia. A través de estos dones el Espíritu también construye y dirige la Iglesia, y lo hace en la comunión.
Así pues, hablar de una Iglesia guiada y santificada por el Espíritu Santo, es hablar de una Iglesia siempre abierta a su acción, que no puede ser solamente Institución jerárquica o solamente comunidad carismática, sino que visto al Espíritu Santo como el Alma de la Iglesia, solamente se puede concebir a la Iglesia como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, en los que se percibe su animación operante y su presencia constante. La animación operante nos porta la gracia, esa amistad profunda con Cristo que es mayormente expresada en las acciones sacramentales. La presencia constante nos hace ver que la Iglesia, Pueblo de Dios, aunque compuesta por miembros humanos goza eternamente de la asistencia del Espíritu paráclito que la dota de dones, sean jerárquicos o carismáticos, para su propia edificación y para caminar en la unidad hacia el encuentro con Cristo.
Por lo anteriormente dicho, la teología propuesta por Lumen Gentium 4 no solamente es una joya de pneumatología, sino que nos presenta una clara visón de el ser de la Iglesia como comunidad que participa del mismo ser en Cristo al dejarse mover por su mismo Espíritu; pues el Espíritu Santo es siempre el Espíritu de Cristo. El Espíritu Santo presentado como guía y santificador de la Iglesia, es sin duda un mirada a la comunión con toda la Iglesia, terrena y celeste. Es una mirada a la escatología, de tal manera que al ver estas dos acciones del Espíritu se suscita esperanza y fe en que la Iglesia es el Misterio Comunión de la presencia siempre operante de nuestro Dios vivificador y santificador que guía con amor a su Pueblo: la Iglesia.