Sobres su cabeza había una inscripción que decía «éste es el Rey de los judíos». Uno de los
malhechores lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo
y sálvanos a nosotros». Pero el otro increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de
Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque
pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo» Y decía: «Jesús, acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino». Él le respondió: «en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,38-42)
A los lados de Jesús se encontraban dos
malhechores, cuyo castigo había sido el mismo de Jesús. A Jesús se le había
castigado supuestamente por querer proclamarse Rey; como según decía la
inscripción que habían colocado sobre su cabeza «Rey de los judíos», pues con
esta intención se atentaba contra el poder del César. Pero de estos hombres que
también habían sido crucificados junto con Jesús, el texto solo nos dice que
eran malhechores, sin dar más detalles de sus acciones o la gravosidad de la
falta que les había llevado hasta este castigo.
Sabemos por experiencia que ante las
dificultades s regularmente hacemos alianzas con algún otro que pasa por la
misma dificultad. Pero en este relato concretamente la situación es distinta.
Por una parte tenemos al malhechor que se burla de Jesús y por la otra al buen
ladrón como lo conocemos tradicionalmente. El primero pese a que se encuentra
en la misma posición de Jesús, con la misma condena y a punto de perder la
vida, lanza la pregunta «¿No eres tú el
Mesías?». Por una parte puede ser que se haya dejado llevar por el ambiente
hostil hacia Jesús de aquel momento; pues todos insultaban a Jesús. Algunos le
pedían que se bajara de la cruz, otros simplemente se burlaban de Él. Este
primer malhechor tiene una doble actitud. Primeramente es incrédulo; no cree en
Jesús como Mesías. Tal vez al igual que toda la muchedumbre ha puesto en duda
todas las acciones que Jesús había hecho y que le hacían digno de crédito. Y en
segundo lugar puede ser que también él buscaba el fracaso de Jesús; el gritarle
a Jesús que se bajara de la cruz o no tomar en serio y aceptar su mesianismo
les hacía cerrarse al proyecto de salvación. El pecado que hasta hoy nos sigue
perdiendo el rumbo es buscar el fracaso de Jesús. No soportamos que a otro le
vaya mejor que a nosotros y es entonces cuando viene la envidia, preferimos que
el otro se equivoque, que sea infiel para no exigirnos también a nosotros permanecer
fieles. Hoy mucho se critica a las personas que nos gobiernan, dígase el
presidente, gobernador en fin todos aquellos que ejercen un cargo público, su
fracaso es la victoria y el consuelo de muchos; pues de fondo siempre es la
misma pregunta «¿No eres tu el Mesías?».
Buscamos exponer el fracaso del otro para evitar que se nos exija actuar con
verdad. Buscamos a toda consta encontrar la corrupción en el gobernante con el
fin de autopermitirnos la culpabilidad de nuestros actos. Tenemos necesidad de
encontrar un chivo expiatorio a quien colgarle nuestros propios vicios y
culpas, y así permitirnos nuestros actos corruptos. Finalmente el malhechor
termina burlándose de Jesús «Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros». De
fondo está en reírse de la obra salvadora de Jesús que se ha mantenido fiel
hasta el final, cumpliendo su misión: la voluntad del Padre.
El
Segundo personaje que se encuentra a un lado de Jesús y que conocemos
como buen ladrón, tiene una actitud distinta a la del primero. En el
reconocemos la conversión y la fe a diferencia del primero en el cual
encontramos la apatía a la salvación y la incredulidad. El buen ladrón reconoce
a Cristo, reconoce al Mesías, y más aun tiene una actitud de conversión. En
primero lugar increpa al otro por su falta de fe, además de que le muestra al
Mesías, «¿No tienes temor de Dios, tú que
sufres la misma pena que él?». Su actitud es evangelizadora pero sobretodo
de arrepentimiento, pues tras reconocerse pecador implora el perdón a Aquel que
puede darlo: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer
tu Reino». Sabe que la muerte no
tiene la última; pues si bien se encuentra al borde de la muerte, debida al
castigo que le había sido impuesto, está convencido en el Dios de la vida. Sabe
que sus delitos le han causado cierto efecto, sin embargo está dispuesto a
pagar por ellos, pero hay uno por el que no puede corregir y pagar, la pérdida
de la vida; es entonces cuando recurre a Jesús: «acuérdate de mí». Ante este momento, muchos hombres han encontrado
al final de sus días, llenos de confianza en Aquel que es la misericordia y la
vida, el perdón de sus culpas, la reconciliación y la paz. Algunos a través del
sacramento de la reconciliación y la unción, otros en el santuario de sus conciencias.
Una vez hecha petición
del buen ladrón, es entonces cuando se escucha la palabra de Jesús: «En
verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso», seguramente
infundieron esperanza a aquel hombre que se encontraba al borde de la muerte, incluso
puede ser que haya encontrado descanso y un motivo para morir en paz. La fe y la
confianza del buen ladrón en Jesús le trajeron la salvación. Jesús al decir estas
palabras no sólo reafirmaba su poder sino que también ponía en evidencia su compañía
para con todos lo que sufren dándoles seguridad incluso en el momento más difícil:
la muerte. La actitud de Jesús no es el pedir cuentas a aquel que regresa arrepentido,
ni preguntar el por qué de sus actos, sino que se trata de una actitud de confianza
y cercanía; «hoy mismo estarás conmigo».
Al igual que Jesús nosotros estamos llamados a ver en el que nos solicita ayuda
al hermano, al pequeño, al que se encuentra sin amparo; y hacer lo posible por acercarle
el amor de misericordioso de Dios.
Tres acciones sencillas
que pudiéramos tener como cristianos son:
1.- Buscar reconciliarnos
sacramentalmente con Dios, o ponernos delante él y haciendo nuestro examen de conciencia
pidiéndole el estar siempre en su presencia.
2.- Ver más en el
hermano su necesidad que sus errores y defectos.
3.- Renovar cada
día nuestra fe y confianza en Dios, reconociendo que en el cargar la propia cruz
(al igual que Jesús) se encuentra también nuestro camino hacia la santidad.